sábado, 27 de febrero de 2016

Dogville - Una aguafuerte porteña





Es una frase clásica, cientos de veces repetida: ¨La ciudad de Buenos Aires no descansa¨ y no falta a verdad. Lo que quizás no hemos advertido son las estrictas razones por las cuales la denominada ¨Paris de Sudamerica¨ del Siglo XX, sostiene sus credenciales en esta niñez del XXI. La respuesta no puede singularizarse o reducirse a un único factor, pero he amigo, que como buen argentino, intentaré fijar mi posición al respecto, basada en mi mera subjetividad y criterios antaño conocidos bajo el lema de ¨ver para creer¨. En este caso podemos adicionarles el sentido del olfato, de la escucha y, por que no, el del tacto, a la metodología de constatación. Y es que la razón por la cual esta bendita ciudad no consigue escaparle a la vigilia recae en la existencia del perro, dog, can, o como guste llamársele. 

A grosso modo entendemos que existen en la ciudad de Buenos Aires 3 millones de habitantes, y proyectando una relación de 5 habitantes por cada canino, arribamos a una estimación de 600.000 mascotas. Estas se caracterizan por vivir en cautiverio doméstico en edificios, estructuras edilicias que en la mayoría de los casos se apuntalan alrededor de un pulmón interno, espacio - este - que supone una lógica arquitectónica basada en la contribución de beneficios como ventilación, iluminación y aprovechamiento de m2. No obstante esto, el pulmón ha cobrado otra función singular, que no es otra que la de amplificar e incrementar los decibeles que naturalmente incorporan los perros diaria y nocturnamente en su ladrido devenir carcelario por monoambientes, pasillos y ascensores. Los avances de la profesión que otrora dió fama a figuras como César Pelli, en lo que va del siglo, han incrementado en forma aguda la reverberancia del aullido animal, por la sencilla razón de utilizar materiales constructivos ¨huecos¨, ladrillos sin alma que le dan lógica al excell de los fideicomisos y crean una fiesta tímbrica en los tímpanos de los propietarios e inquilinos. He aquí que el perro se ha adueñado de los espacios comunes, de los espacios públicos y a esta altura de los corazones de los porteños.

Es que el porteño vive rodeado de perros. En el edificio, en la calle, en la plaza. Llama poderosamente mi atención caminar por un parque o plaza, y refrendar en la práctica el ya conocido apego de los porteños por cierto desconocimiento hacia las normas: Los carteles que imponen la prohibición del ingreso de caninos no surten efecto alguno. Los guardianes y encargados del orden que cuidan las plazas hacen ¨la vista gorda¨, y así los espacios de juegos y recreación de niños, jóvenes y ancianos se ven acaparados por los caninos, que sueltos o amarrados, pululan por la anteriormente verde gramilla, contribuyendo a la creación de bancos de lodo y tierra. Cual hunos de Atila, allí van los cuadrúpedos dejando su huella en la ciudad. Esto me lleva a pensar que en Buenos Aires existe una tendencia ¨animalista¨, que pondría los derechos de los animales por sobre los derechos de los niños. Tamaña afectación del orden de los factores no parece ser tenida en cuenta por ninguna organización, institución o autoridad, y es que el porteño, a la hora de priorizar, pareciera preferir un perro cansado a un niño feliz. Todo sea en pos de la reducción de los decibeles, quisiéramos creer. Otra explicación de este abrazo a la tendencia ¨animalista¨¨, podríamos encontrarlo en una interpretación ¨local¨ de recientes manifestaciones europeas contra la tauromaquía, la caza, y otras expresiones culturales del viejo contiente. El porteño, siempre ansiosamente atento y servil a la mirada y a los fenómenos europeos, ha desarrollado su propia versión creativa del animalismo, con la creación de un status quo donde un perro tiene derechos civiles y es inocente hasta que se demuestre lo contrario. 
Ampliaremos…